Nuevos derechos y garantías, nuevos controles recíproco entre los poderes estatales y transparencia en las designaciones judiciales, nuevo federalismo, nuevo progreso y prosperidad… Pero aún un presidencialismo exacerbado y otras reglamentaciones pendientes.
Escribe el Dr. Néstor Fabián Migueliz
(Abogado, investigador, iuspublicista)
Hace veinticinco años, un grupo de 305 convencionales constituyentes argentinos -intentando emular algunos a aquellos “lustres” que acreditaron Juan María Gutiérrez y José Benjamín Gorostiaga, en 1853- sancionaban y juraban el texto ordenado y reformado de la Constitución Federal enmendada, publicándose al día siguiente en el boletín oficial.
- ¿Una Convención “devaluada”?
“El tiempo dirá,… con el tiempo”. Resulta muy frecuente escuchar aquella frase que sostiene: «la reforma del ’94 solamente sirvió para la reelección de Menem». Dicha afirmación encuentra sustento fáctico en el segundo mandato del ex presidente precitado, es decir, en la reelección -en la primera magistratura de la República- del político riojano, decidida directa y libremente por la mayoría del cuerpo electoral de la Nación hacia 1995. Pero el simplismo que ella contiene tampoco refleja la verdad. O -en todo caso- no toda la verdad, o una «verdad a medias», cuyo contenido merece aclaraciones y análisis más precisos.
Consenso inusual y legitimidad republicana y democrática. A contrario de los procesos constituyentes inmediatos -en 1949 y 1957, sin considerar las situaciones excepcionales generadas por los regímenes de facto entre 1955-58, 1966-73 y 1976-83- la convención celebrada gozó de una legalidad y legitimidad indiscutida. Y así fue integrada aún por aquellos sectores ideológicos de distintos extremos del arco político-partidario argentino como fácilmente podemos advertir. Ellos no solamente participaron activamente en los debates (mayo-agosto), sino que juraron su texto y -como todos los argentinos y «todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino»- se someten civilizadamente a su vigencia. Ignorar la trascendencia del acuerdo de los mayoritarios partidos políticos tradicionales del país (Justicialismo-Unión Cívica Radical), de la mano de Carlos Saúl Menem y Raúl R. Alfonsín, conformaría una visión incompleta de la historia de nuestros últimos años. Pero digamos absolutamente toda la verdad, y no la parte de ella que nos conviene o interesa, o sirve mejor a nuestros intereses, por mas legítimos que estos sean.
Como ayer el unitario rivadaviano Salvador M. del Carril aceptó acompañar al federal y ex rosista Justo J. de Urquiza en el primer binomio presidencial de la entonces flamante Confederación (1854-1860), como Bartolomé Mitre después, que rechazó el fundamental Acuerdo de San Nicolás en 1852 -pero lo aceptó en 1860, reforma constitucional mediante- y (ya principiado el siglo XX) el pacto entre Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen que derivara en la pionera legislación electoral de 1912, los acuerdos entre gobernantes y dirigentes políticos -ratificados o rechazados luego por los pueblos- conforman la esencia de la convivencia democrática y pluralista.
El consenso alcanzado hace un cuarto de siglo, volcado prolijamente en la ley de declaración de necesidad de la reforma (votada a fines de 1993, por el Congreso en impecable rol preconstituyente), derivó luego en los comicios para convencionales, y donde la ciudadanía tuvo la primera oportunidad de expresarse -libremente y sin proscripciones, como desde 1983- respecto de la delicada y sustanciosa cuestión institucional. Después, vino la redacción y el armado de la letra fina y la celebración de los debates, alternados entre Paraná y Santa Fe, y -por fin- la sanción y jura del texto reformado, hace exactamente dos décadas y media.
- La sustancia reformada en el nuevo texto. Publicada en el boletín oficial del 23 de agosto de 1994, la Carta Magna -ahora con 129 artículos y 17 cláusulas transitorias- contiene no pocas disposiciones sobre:
– Fortalecimiento del régimen federal y de la autonomía municipal;
– Acortamiento del mandato presidencial (de 6 a 4 años), elección directa y popular -con supresión de los colegios electorales provinciales- y posibilidad de reelección por un solo período consecutivo más;
– Una segunda vuelta o ballotage -para la elección anterior- cuando en la primera vuelta el binomio postulado no alcanzase el 45 % de los votos o la distancia entre dicho binomio y el segundo no fuera de 10 o más puntos porcentuales ;
– elección directa del Senado y reducción del mandato de los senadores (de 9 a 6 años) con tres miembros, dos por la mayoría y el restante por la minoría político-partidaria;
– Eliminación de la cláusula que imponía la confesionalidad del presidente de la Nación;
– Creación del Jefe de Gabinete de Ministros, con responsabilidad política ante el Parlamento, con la finalidad de atenuar los efectos nocivos del denominado hiperpresidencialismo histórico argentino;
– Elección directa del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires;
– Delegación legislativa de facultades, en casos determinados, por cierto plazo y marco acotado;
– Transparencia y mayoría calificada para la designación de magistrados federales y del ministerio público, exigiéndose dos tercios en el acuerdo senatorial para la Corte -en sesión pública, convocada al efecto- y propuesta vinculante (en dupla o terna) del Consejo de la Magistratura para jueces inferiores;
– Constitucionalización de la Auditoría General de la Nación (fijando su conducción por el partido político de oposición con mayor representación parlamentaria);
– Regulación constitucional de los partidos políticos, y mayoría gravosa y/o calificada para reformas legislativas en materia electoral y/o de partidos políticos;
– Instituto excepcional de la intervención federal a las provincias, como indudable atribución parlamentaria;
– Extensión del período ordinario de sesiones del Congreso (marzo-noviembre);
– Constitucionalización de la restricción y reputación de las facultades presidenciales respecto de los decretos de necesidad y urgencia, la legislación delegada y la promulgación parcial de leyes;
– Nuevo status jurídicoinstitucional para la ciudad porteña: la autonomía, aunque acotada aún;
– Nuevos controles y límites al Poder Ejecutivo, y respecto de la administración del sector público: creación del Consejo de la Magistratura (para la selección transparente y por concursos de candidatos a los cargos vacantes, para la administración de los recursos del Poder Judicial, y para el procedimiento de remoción a través del jurado de enjuiciamiento), del Ministerio Público extrapoder, jerarquización del Defensor del Pueblo de la Nación; – imprescindible acuerdo senatorial para designación de directivos del Banco Central y demás funcionarios de organismos de control (auditores generales de la Nación, con excepción del titular del cuerpo que lo postula el partido mayor de oposición legislativa);
– Reconocimiento del derecho a preservar las fuentes de información periodística; – nuevos mecanismos de democracia semidirecta, como la iniciativa popular y la consulta popular;
– actualización y modernización de las amplias y trascendentes atribuciones del Congreso, rediseñando su vasta competencia y optimizando el funcionamiento de las cámaras para mejorar la eficiencia legislativa (hoy artículo 75) y del Poder Ejecutivo nacional (hoy artículo 99);
– Jerarquización de tratados internacionales relativos a derechos humanos;
– Defensa del orden constitucional, con sanciones institucionales gravísimas para responsables de eventuales interrupciones de la constitucionalidad;
– Preservación del medio ambiente y los recursos naturales, y del patrimonio natural y cultural;
– Reconocimiento de la identidad étnica y cultural de los pueblos indígenas;
– Defensa y protección de los derechos del consumidor y usuario de bienes y servicios, y de la libre competencia;
– Jerarquización de los institutos garantistas del hábeas corpus, hábeas data y la acción de amparo;
– Igualdad real de las mujeres;
– Gratuidad de la educación y afirmación de la identidad cultural.
- Complementaciones y readecuaciones aún pendientes. El saldo deudor del texto no es menor y traslada el mayor protagonismo institucional al Congreso de la Nación. Este poder del Estado es quien debe concretar y/o plasmar, en la realidad cotidiana, muchas de las inserciones llevadas en 1994 a la Carta Magna. Lo hizo y lo hará reglamentando -en caso de vacío o inexistencia- y/o adecuando legislativamente -cuando tiene lugar un texto preexistente, o una legislación análoga- el denominado «espíritu de la reforma». Todo ello en procura de la imprescindible seguridad jurídica y de la salud institucional de la República. Debe sustraerse el órgano legisferante de abusar de mayorías parlamentarias circunstanciales, que quizá -con relación a varios institutos y/o incorporaciones- concluyan desvirtuando la voluntad del constituyente. Acerca de las materias pendientes, cabe señalar que la sociedad aguarda modificaciones, adecuaciones y/o leyes nuevas sobre: – establecimiento del «juicio por jurados» (cuya demora proviene desde la fundación misma del estado constitucional de derecho, en 1853); – coparticipación federal de impuestos (para superar el desprolijo, provisorio y quizá injusto acuerdo marco, que viene prorrogándose desde hace años sin muchas posibilidades de discusión por parte de las provincias); – precisiones sobre la competencia de las provincias en defensa del medio ambiente, educación primaria y secundaria, la salud y los derechos de la previsión social; – plenitud de la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, y pautas acerca de la autonomía municipal expresamente reconocida; – nuevos institutos para el regionalismo y la integración; – transparencia y democratización de los partidos políticos -con rango constitucional, desde 1994-; – nuevo sistema electoral, con mayores posibilidades y/o opciones para el ciudadano elector; – reglamentación e instrumentación del derecho a la información pública; – garantistas marcos regulatorios para los diversos servicios públicos aún no establecidos; – adecuación republicana de la ley de creación del Consejo de la Magistratura (desgraciadamente modificada en 2006), suprimiendo, de su integración, la preeminencia de los legisladores oficialistas de turno; – adecuación republicana de la ley 26.122 -que constituye la Comisión Bicameral Permanente, cuya regulación preveerá la «manifestación expresa» de la voluntad de cada cámara y el valor legislativo de la inacción congresual- para control legislativo de las «atribuciones legislativas de excepción» (decretos de necesidad y urgencia, aquellos que ejercitan facultades delegadas y acerca de los que promulgan parcialmente leyes); – análisis, consideración exhaustiva y eventual ratificación o no de las facultades legislativas delegadas por el Parlamento en el Ejecutivo, desde 1853 y hasta 1994 (cuando se ha prorrogado -ya en cinco oportunidades, 1999, 2002, 2004, 2006 y 2009- la vigencia de casi 2000 normas); – acción de amparo, acorde a la amplitud reconocida por el Texto Fundamental, entre otros institutos.
- El protagonista de mayor trascendencia republicana. El Congreso es el protagonista institucional (antes y ahora). El consenso alcanzado trabajosamente en 1994 (ese «reconocimiento» mutuo y recíproco entre los diversos constituyentes, pertenecientes a las distintas fracciones ideológicas y partidarias) debe resultar ahora adecuadamente completado por el Poder Legislativo de la Nación. ¿ Cómo será eso ? se me preguntará: pues alcanzando en las Cámaras idénticas «posturas comunes» y procurando cada vez más acabadamente plasmar -en la realidad de las cosas- el espíritu de la letra del texto y «del constituyente». De entre todas las cuestiones legislativas pendientes y de importancia, y luego de 12 años de demora, el Congreso sancionó en 2006 la ley 26.122, creando la hartamente demorada «Comisión Bicameral Permanente» que debe controlar el dictado de los decretos ejerciendo facultades delegadas, promulgando parcialmente las leyes y de necesidad y urgencia, para tomar un importante instituto a reglamentar.
Decíamos en 2004: «La puesta en marcha de tal instituto -de sustancial control legislativo- evitará el arbitrario exceso y la antirrepublicana discrecionalidad de la que hoy goza el Poder Ejecutivo, merced todo a la carencia de control institucional del Parlamento Argentino. Lo precitado alcanza a los presidentes de la Nación que ejercieron su mandato desde 1994 y hasta la fecha, pues todos -aún de distinto signo político- han hecho uso abusivo de la facultad constitucional, reservada para situaciones muy acotadas (como expresa y detalladamente fija el texto fundamental)».
El dictado de decretos de necesidad y urgencia no debe ni puede resultar una opción legislativa, ni una vía ordinaria acorde a la Carta Magna . Y regulando -muchos de ellos- materias de trascendencia donde la pluralidad, el debate parlamentario y la opinión pública han estado ausentes o han llegado cuando la norma ya estaba en vigor. La discreción y la voluntad unilateral han reemplazado a la del conjunto de los sectores político-partidarios -representados en el Congreso por voluntad del pueblo ciudadano- del más amplio espectro ideológico argentino y a sus decisiones resueltas por el voto mayoritario y el muchas veces logrado consenso».
- El legado de la reforma. Muchas voces se alzan ahora sentenciando -en breve y simbólica síntesis- que «la modificación de la Carta Magna no mejoró la institucionalidad». Pues manos a la obra señores dirigentes; porque lo que resta no es imposible. Resultará difícil, sí -es natural-… más nunca será imposible.
Y lo que nadie podrá negar es el amplio, diverso y omnicomprensivo abanico progresista de incorporaciones constitucionales que, reglamentándolas conforme al espíritu del constituyente, preconizan una mucho más igualitaria y democrática República para “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Trabajaremos para ese logro.