María Alicia Gonnet de Steverlynck: «Murió haciendo el bien»

Hace pocos días se produjo un nuevo aniversario del fallecimiento de la esposa de Don Julio Steverlynck. Aquel 15 de enero de 1966 mientras cruzaba el paso a nivel de la calle 25 de Mayo en Villa Flandria un tren arrolló el Citröen en el que se desplazaba a visitar a un enfermo de cáncer.

Madre de 16 hijos, fundó un pueblo junto a su esposo, y su obra de caridad inspirada en Cristo le granjeó el amor de los pobres. Siempre ayudó en silencio. Embelleció el dinero transformándolo en comida, ropa y remedios para los necesitados. Murió en la plenitud de su vida, ayudando a los demás.

Aquella jovencita que por primera vez se aproximaba al viejo molino de los Jáuregui, no sabía que en aquella desolación iba a nacer un pueblo, y que allí se quedaría para siempre. Los Bajos Pirineos y la guerra habían quedado atrás. Aquí iban a nacer sus dieciséis hijos y su gran obra de caridad inspirada en Cristo. Su figura alta y delgada parece seguir en las calles del pueblo, al igual que la dulzura de su francés acriollado junto a la cuna de los recién nacidos o al lecho de los enfermos. Quienes conocieron su generosidad sin límites aún lloran su partida. Hizo de su vida una constante obra de caridad, un ininterrumpido darse a los demás.

Sólo las personas de profunda fe, pueden darse espontáneamente a los demás con un único interés: servir, ayudar en silencio, con amor. Así era María Alicia Gonnet de Steverlynck.

Nacida en Pau, Bajos Pirineos, Francia, un 28 de junio de 1903, había heredado de su padre militar e intelectual, su rectitud, su fortaleza de carácter y de su madre la fineza de su corazón. El 22 de julio de 1924 se casó en Ville Savanne, Arcachon, Francia, con Julio Steverlynck, un hombre realizador como pocos, purificado en la escuela del sufrimiento y la miseria que fue la guerra de 1914-1918, en la que participó como voluntario y donde ella fue enfermera. Juntos fundaron una familia conformada por dieciséis hijos: nueve varones y siete mujeres, a quienes inculcaron la caridad y el respeto mutuo. El primer nombre de todas sus hijas fue María, y una de ellas tomó los hábitos religiosos en la Congregación de Hermanas de la Inmaculada Concepción.

Con la idea de conocer el viejo molino de los Jáuregui, llegó a estas tierras acompañando a su esposo en 1927. Las instalaciones se hallaban en ruinas, pero igual servirían para hacer funcionar el proyecto que los traía hasta aquí: poner en marcha la Algodonera Flandria. Recorrieron a caballo palmo a palmo el lugar, e instantáneamente se enamoraron del paisaje, de la fertilidad de la tierra, del río, de la frondosa arboleda y del aire de esperanza que comenzaba a soplar entre las casuarinas. Y se quedaron aquí para siempre.

La joven Alicia tenía apenas 24 años. Se fue encariñando con esta tierra, con su gente, y trabajó por el pueblo dando su testimonio de inquebrantable fe y amor al prójimo. Y si bien la fábrica y el pueblo fueron sin duda obra de Don Julio, de su inteligencia, de su honestidad, de su tenacidad, no puede negarse que en esto también tuvo mucho que ver la influencia de la extraordinaria mujer que Dios le había dado como compañera para toda la vida.

Inteligente, trabajadora, generosa, sentimental, amaba las flores silvestres del campo y el cielo rojizo del atardecer. Así era doña Alicia (Moemoe para los íntimos). Amaba profundamente a los niños y no dejaba de visitar a los enfermos para darles su palabra de aliento, y con su sonrisa inspirada en la bondad de Dios, ayudarlos en todo lo necesario.

Aún todos en el pueblo recuerdan su figura alta y delgada, de rasgos finos; su andar seguro, su porte altivo y señorial, que escondía algo de timidez y mucha sencillez.

Era común verla en las calles del pueblo, yendo a la iglesia, a los colegios religiosos, a las casas donde había nacido un niño. Su mayor virtud fue ayudar siempre en silencio, aunque todos sabían que era ella quien alentaba esa desinteresada acción en favor de los más necesitados.

Le gustaba estar elegante, pero no seguía la moda. Vestía a su manera: con sus capas, sus tacos bien altos y sus guantes blancos. Amaba su casa, su familia, sus tejidos, enseñar francés, el momento de oración luego de la cena, y su intenso trabajo en los centros catequísticos, donde muchos, gracias a su palabra, aprendieron a conocer y amar a Cristo.

María Alicia Gonnet de Steverlynck, falleció en un trágico accidente ferroviario el sábado 15 de enero de 1966, a las 10.30 aproximadamente.

Luego de la misa, había conversado con Osbaldo De Marco, cura párroco, y se dirigía a visitar un enfermo. El tren Nº 10, que conducido por Eduardo Giuliano se dirigía de Mercedes a Plaza Once, embistió al coche que cruzaba el paso a nivel, y la muerte fue instantánea. Sus restos fueron velados por dos días en la capilla de la estancia “Santa Elena”, y luego de una misa de cuerpo presente en la Iglesia Parroquial de Jáuregui, el féretro fue depositado en un carruaje rural para ser conducido hasta el cementerio del pueblo.

El acompañamiento fue monumental. Todo el pueblo asistió a la cita. También llegó gente de todas partes del país y de Europa. Todos quisieron estar para darle el último adiós a quien fuera no sólo la esposa de un grande de la historia lujanense, sino por sobre todo, una persona amada por todo un pueblo, en especial por los pobres.

Sobre la piedra de su tumba no se lee otra cosa que esta inscripción: “María Alicia Gonnet de Steverlynck, 15 de enero de 1966”. Para los que la conocieron, esta frase basta: describe una vida, entrega un mensaje y señala un ideal.

Tenía 63 años. Seguía luchando llena de bríos e ilusiones. Se hallaba en la plenitud de su vida. Tal vez por eso se fue en un instante, sin despedirse. Dios sabía que le hubiera costado mucho decir adiós, y le evitó ese trance amargo.

En el pueblo todos lloraron. Entristecieron las personas y también las cosas: el viento, las casas, el sol, las plantas. Pero en el aire quedó un consuelo. Porque en él parece oírse ese francés acriollado con que preguntaba: ¿Dónde vive ese viejito enfermo? ¿Qué es lo que usted necesita?

El dolor y la orfandad que generó su partida, sólo son compensados por el dulce recuerdo de esa figura y de esa voz que significó por muchos años un consuelo en las horas amargas, una compañía en los buenos momentos y un permanente mensaje de amor y esperanza, nacido en la doctrina de Cristo.

Murió como vivió: en pleno ejercicio de la solidaridad, yendo a visitar un enfermo. Callada, bondadosa y servicial, sufría por el dolor ajeno y no le importaba la raza, el credo político o la creencia religiosa a la hora de ayudar. Mujer de grandes recursos económicos, embelleció el dinero que otros envilecen con la corrupción y la explotación del ser humano. En sus manos se transformaba en comida, ropa y remedios para los pobres.

Es amada hasta por quienes no la conocieron, hasta por los que jamás la vieron. Porque luego de oír hablar de ella, sienten como si la hubieran conocido desde siempre y también empiezan a sentir que ellos le deben gratitud.

Muchos de los anónimos que van a llevar flores a su tumba, dicen con naturalidad: “Voy a visitar a la señora de Steverlynck”, como si no admitiesen que ha muerto.