A 37 años de la epopeya cívica del 30 de octubre de 1983, escribe Néstor Fabián Migueliz. Abogado, investigador y docente. Dirigente lujanense de la UCR y de “Juntos por el Cambio Luján”.
Cómo olvidar aquella fecha, que tanto anhelábamos. El momento supremo en que podríamos ejercer el derecho a elegir quiénes a conducirían el Estado y la Nación. Pero no fue solamente eso: los ciudadanos habilitados para votar debíamos decidir -como tantas otras veces en dos siglos de existencia como país- dos proyectos y alternativas bien diversas.
Las circunstancias del momento no eran para nada alentadoras. Recién promediaba el año 1983. Las terribles secuelas de la sangrienta dictadura -que debió llamar a normalización electoral, pues la derrota del Atlántico Sur un año antes suprimió el ya poco margen que tenía la Junta Militar para intentar una salida ‘negociada’ con los sectores políticopartidarios- culminando con la vergonzosa ‘ley de autoamnistía’(que sólo el Radicalismo repudió, y prometió derogarla) procurando futura impunidad para los crímenes, el ‘estallido’ de la crisis mundial de la deuda externa (que como siempre, golpea más duro en Argentina), recesión y desempleo, espiral inflacionaria y pobreza en aumento, un sospechoso pacto ‘sindical-militar’ (que -no por casualidad- le devolvió a los gremios las obras sociales intervenidas, muy poco tiempo antes de las elecciones), y por fin, la incesante presión de “la Multipartidaria” (suerte de organización horizontal de ancho arco ideológico en agrupaciones) para que el agonizante gobierno militar convocara urgentemente a “la voluntad del soberano”, en las palabras sarmientinas.
Pero hubo una institución, ideas, ética pública, equipos de trabajo, honestidad, y un gran abanderado para llevar adelante los postulados electorales de la ya casi centenaria Unión Cívica Radical. Había abrazado este -nuestro partido- casi por legado familiar, cuando mi madre (muy militante ella), en la década del ’70, recibía los diarios de sesiones del Congreso en pleno campo de la pampa húmeda (a más de 500 Km de la Capital Federal), y yo leía algunos con atención. Mi abuelo materno, Julio Brilli (fallecido muy joven, con 45 años) era caudillo rural, de caballos montar y portar boina blanca en su cabeza. Eran tiempos duros que yo no viví, pero que ellos sufrieron como muchos argentinos. En Luján, en plena adolescencia, me incorporo con 16 años (y un par de amigos) al grupo dirigente del Comité local, que por entonces acaudillaba el luego Diputado Nacional, José Ignacio “Nacho” Gorostegui, “el hombre de Alfonsín en Luján”. Yo no sabía entonces, quién era ese hombre “Raúl Ricardo Alfonsín”, hasta que el luego Intendente Municipal de Luján (electo también este mismo día), Rubén “Jano” Rampazzi, me obsequiara el libro “La cuestión argentina” de su autoría. Se instalaría paso a paso en la escena pública, a merced de seriedad, conducta, y ejemplaridad. En ese también inolvidable año 1983, al ingresar con 19 años en Derecho de la UBA, “se respiraba alfonsinismo” con la imprescindible escolta de la Franja Morada, mientras coexistían las demás agrupaciones que pedían la normalización de los centros de estudiantes.
Luego, ya todo lo más conocido y público. La masiva afiliación de los argentinos a los distintos partidos políticos, la convocatoria y el cronograma electoral, la casi proclamada naturalmente candidatura de nuestro líder republicano a la presidencia de la Nación (luego de haber mostrado un consenso notorio y prometedor en todo el Radicalismo del interior). El único dirigente y candidato que podía seriamente derrotar en comicios limpios al Justicialismo (tibio y cómodo), que pensó que con los símbolos de sus líderes históricos igual triunfaría en la elección. Pero esta vez, la historia corrió para otro lado. Y la llegada del domingo 30 de octubre.Una fiesta de la recuperación institucional en todos los órdenes. Nos palpitaban esos versos de la Canción Patria: “Se levanta en la faz de la Tierra / una Nueva y Gloriosa Nación”.
Los días previos resultaron de un entusiasmo que mi generación y las anteriores nunca olvidarán. Se constituían -según los votos de ese día- los dos poderes del estado nacional federal con origen popular (presidente y vice, y Legisladores de la Nación; todos los ejecutivos y las Legislaturas provinciales, más todos los cargos electivos municipales de todo el territorio nacional: intendentes, concejales, consejeros municipales, y consejeros escolares). Todo un movimiento cívico épico e inusual, para procurar forjar la todavía incipiente y casi promisoria (nadie arriesgaba a pensar, ni a decir, hasta cuando) Democracia Argentina.
Hoy está indudablemente afianzada. Las instituciones, con altibajos, funcionan desde hace 37 años; y la Constitución de la Nación no ha cesado en su creciente y actualizada vigencia. Sobrevienen -hay que decirlo- en estos tiempos, nubarrones oscuros sobre la solidez de la República. Por más que el populismo nos aceche sobre los desafíos que aún nos esperan, nada ni nadie podrá torcer ese rumbo irretornable que la Nación adoptó en 1983, encumbrando (como lo hizo en la aquella transición que impuso la ley Sáenz Peña, en 1916, con un Hipólito Yrigoyen) a la Unión Cívica Radical y a su mejor abanderado como el conductor inaugural de estos largos años de República Democrática: Raúl Ricardo Alfonsín.