Leopoldo Luque venía de formar parte del equipo del ascenso en el 74, pero el Toto se había asegurado trayendo a dos “9”. Terminó jugando él, la rompió y Unión lo vendió en cifra record a River.
Por Enrique Cruz, publicado en el sitio “El Litoral”
“Flaquito, si usted me hace caso, termina jugando en las selección, ¿me entendió?”. Corría el mes de febrero, miércoles o jueves a la noche, mucho calor en Santa Fe. Amistoso nocturno. Cancha de Unión. El Toto Lorenzo presentaba en el ’75 aquélla constelación de figuras. No entraba un alfiler en la cancha. La gente se callaba para escuchar al Loco Gatti gritar el nombre del compañero al que iba dirigida la pelota y se la ponía en el pecho o en el empeine de su pie. Del silencio sepulcral se pasaba al delirio. La frase de arriba pertenece al Toto. Y el “flaquito” era Leopoldo Jacinto Luque. Esa noche jugó porque el avión que traía a Victorio Nicolás Cocco salió tarde de Buenos Aires. “Maestro, no llego”, dijo Victorio. Y Lorenzo, que había traido a Marasco y a Oscar Víctor Trossero a jugar de “9”, lo puso a Leopoldo. Hizo dos goles, fue la figura y el Toto se metió en la cancha y lo encaró para decirle lo que le dijo. A los pocos días, contra Atlanta en el debut en la A, armó la delantera con Mastrángelo, Leopoldo de “9” y Tojo. El Toto había llegado con la idea de “limpiar” buena parte del plantel que había ascendido. Leopoldo era un buen jugador pero muchas veces perdía el mano a mano con Benito Valencia en aquél equipo. Pero en Primera explotó.
Tuvo un semestre extraordinario en el 75. Unión peleó arriba, fue la sensación del torneo y Leopoldo tuvo su noche gloriosa el día del Rodrigazo. Unión le cedió la condición de local a River y fue a la cancha de Vélez a ganarle 2 a 0. Mastrángelo y él fueron los autores de los goles; el Loco Gatti rubricó aquella noche histórica, en un estadio abarrotado y expectante por los 18 años de sequía de títulos que traía River, atajándole un penal nada menos que al Beto Alonso. El final del Metropolitano empezó a darle la razón al Toto Lorenzo: River lo compró en una cifra record y jamás pagada por un equipo del fútbol argentino, ni siquiera cuando Central compró al Matador Kempes a Instituto, un par de años antes. Ya Menotti lo había convocado para una selección de Santa Fe que jugó el Sudamericano de ese año. Pero el pase a River fue decisivo –porque se transformó en un goleador implacable- para que el Flaco le diera la “9” de la selección. Desde aquella noche del amistoso ante Patronato a la consagración mundial, apenas pasaron tres años. Fue el tiempo que Leopoldo tuvo que separar entre la incertidumbre de no saber si podría jugar en Primera, a la gloria eterna.
La muerte de su hermano, el ojo negro por un golpe y el codo enyesado fueron las imágenes que antecedieron a aquella gloria. El día que le hace el golazo a Francia en la cancha de River, se había matado su hermano, que viajaba para ver el partido. Se lo dijeron en el vestuario. El dolor en el alma fue más fuerte que el dolor por los golpes recibidos. “Vaya a despedir a su hermano y haga lo que usted crea que debe hacer, yo lo entenderé, pero le aclaro que lo estaré esperando”, le dijo Menotti. Cuando los restos mortales de su hermano fueron sepultados, en medio del tremendo e inexplicable dolor, sus propios padres lo tomaron del hombro y le dijeron: “Hijo, ya está, no hay nada que hacer acá, pero mucho por hacer allá. Volvé a la concentración con sus compañeros, que te están esperando y hacelo por la memoria de tu hermano”. Volvió y fue campeón del mundo.
Después, Leopoldo se dio el gusto de volver y seguir gritando goles con la camiseta de Unión, todavía con la pólvora seca y el físico pleno. También le llegó el tiempo de ser entrenador. Recuerdo una tarde en el 15 de Abril, luego del entrenamiento, cuando reclamó ante este periodista la llegada de jugadores de experiencia para reforzar un plantel de pibes. Passet, Altamirano, Humoller, Marcelo López, Catinot, Toresani, el Beto Acosta y algún otro que se me escapa a la memoria, fueron jugadores a los que Leopoldo moldeó y los tiró a la cancha. Con coraje, con esa pertenencia que nadie entendió. Unos meses después de aquella entrevista, una noche lluviosa ante Ferro, Leopoldo se iba entre insultos. Fue su noche más triste, la que quiso borrar de su memoria hasta el último suspiro de su vida.
Murió Leopoldo Jacinto Luque. Sus goles, su hombría de bien, su legado, su calidad, su pertenencia sin barreras ni límites por Unión, son la mejor herencia que ha dejado este hombre. Se habrá reencontrado con Diego. Como aquella tarde calurosa, sofocante de febrero de 1977, cuando el Flaco Menotti ordenó que un pibito de apellido Maradona, con apenas un puñado de partidos en Primera y con tan sólo 16 años, lo reemplace a Leopoldo en la goleada contra Hungría.
Dicen que uno se pone melancólico y triste cuando alguien se va. Parece que después de la muerte, el hombre se convierte en más bueno, en mejor persona. Este no es el caso. Extrañaré esas largas charlas con Leopoldo, colmadas de historias y anécdotas. De tiempos sin límites. Se fue un tipo bueno. Pero bueno de verdad. Adentro y afuera de la cancha.