El arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina, cardenal Mario Aurelio Poli, presidió el 8 de mayo la celebración eucarística por la fiesta patronal en honor de Nuestra Señora de Luján, en la catedral metropolitana.
En la homilía, el purpurado porteño destacó que “el encuentro con nuestra Madre de Luján, vestida con los colores de la Patria y abierta a recibir a todos, suscitan nobles sentimientos fraternos” y lamentó que a los argentinos les “cueste tanto” mantener ese sentido de fraternidad en los encuentros y cuando es necesario abrirse “al diálogo con quienes piensan diverso”.
“El papa Francisco nos enseña que para muchos cristianos este camino de fraternidad tiene una madre, llamada María. Ella recibió ante la cruz esta maternidad universal y está atenta, no sólo a Jesús, sino también al resto de sus descendientes. Ella con el poder del Resucitado, quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz”, aseguró.
El cardenal Poli se unió al sentimiento de la gran familia humana para pedirle a la Madre de Luján que “interceda ante su Hijo, Jesús, para que nos libre del flagelo de la pandemia que padecemos, que devuelva la salud a los enfermos, consuele a los que han perdido a sus seres queridos y bendiga especialmente a todos los hombres y mujeres de la Salud que se han dedicado, hasta el cansancio extremo, al servicio de todos nosotros”.
“A ti Madre querida, te decimos, bajo tu amparo: ‘No nos desampares, Madre; atiende nuestras oraciones y danos tu bendición”, suplicó.
Texto de la misa
Muy queridos amigos y devotos de la Virgen de Luján. ¡Feliz Día de la Virgen! En este día, el Evangelio de San Juan nos hace revivir un momento decisivo de la historia de la Salvación, para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la Madre que comparte su dolor. Fue en el calvario, donde Cristo se ofreció a sí mismo, inmaculado, a Dios y donde María estuvo junto a la cruz para unirse junto con el Hijo en la obra de la redención. Es el instante, en el que se cumple la profecía del anciano Simeón, cuando en el Templo le auguró que una espada le atravesaría el corazón.
Pero la constante presencia del Espíritu Santo en María, la sostuvo con su fuerza para adherir a la voluntad de Dios durante la pasión y le concedió un vigor sobrenatural para permanecer al pie de la cruz. Así, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro del pecado del mundo y la Misericordia Divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la madre y del amigo.
No podemos si no conmovernos ante su gesto de amor a su madre y a todos nosotros, que estábamos representados por el discípulo a quien él amaba. Sus últimas palabras son para dejarnos en el corazón de su mamá, confiándonos en las manos de quien más quería. Así nos amó hasta el extremo. Y todo esto para que la Escritura se cumpliera hasta el final.
Desde ese parto doloroso en el calvario, la Virgen acompañó la vida y la misión de la Iglesia naciente y en Pentecostés la tuvo como Madre orante; todos ellos, como nos decía el Libro de los Apóstoles, íntimamente unidos se dedicaban a la oración en compañía de algunas mujeres, de Maria, la madre de Jesús.
Una vez terminada su peregrinar en esta vida, fue asunta en cuerpo y alma a la Patria Celestial. Nuevamente al lado de Jesús, con su maternal intercesión sigue muy cerca de sus fieles que acuden a ella, sin olvidarse de aquellos que ignoran que son sus hijos, porque su gloria se extiende a todo el género humano; como lo expresó tan bellamente el poeta Dante: “Tu eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que tu Hacedor no desdeñó de convertirse en hechura tuya.
El amor sin límite en el corazón de la Madre, la trajo hasta estas latitudes, cuando la evangelización daba sus primeros pasos en la Pampa india. Las antiguas crónicas nos recrean aquel milagroso acontecimiento. Según el mejor cómputo que puede conjeturarse, por los años 1630, cierto portugués del pago de Sumampa, en Santiago del Estero, por carecer de misa, principalmente los días festivos en su hacienda, trató de hacer una capilla, la que quiso dedicar a la Virgen Santísima. Con este propósito, escribió a otro paisano suyo, para que le mandase desde Brasil un bulto o simulacro de Nuestra Señora, en el misterio de la Inmaculada Concepción. En virtud de ese encargo, le remitieron no uno solo, sino dos imágenes o simulacros de la Concepción. Lo demás es conocido. Las carretas en caravana se dirigen al norte y llevando la preciada carga. Después de la primera jornada de camino, hacen noche en la posta de una estancia. Al otro día, al querer emprender la marcha, los bueyes se empacan; y probando bajar uno y otro de los cajones, de pronto, se produce un asombroso suceso, los bueyes solos prosiguen el viaje.
Al descubrir la imagen de la pura y limpia Concepción, los presentes vieron en eso un signo del Cielo y entendieron que ella quiso quedarse junto al río que le dio su nombre. Desde el primer momento, fue un negro esclavo, llamado Manuel, hoy Siervo de Dios, se convirtió en su fiel sacristán y la acompañó de por vida. Algunos le llaman a ese acontecimiento, un hecho milagroso; pero en realidad es el origen de una fuente inagotable de gracias y bendiciones que se derraman sobre todos los que la visitan en su santuario o la invocan a distancia en la vida cotidiana.
Ella conoce las angustias y necesidades de nuestro pueblo. Sabe de pruebas y nos anima a tender los brazos fraternos de la solidaridad en su “casa grande” nos acoge como familia y nos enseña a no ser indiferentes y a ser compasivos del dolor de los que menos tienen. Y como lo hizo en las bodas de Caná, su intercesión ante Jesús es constante y siempre atenta a los detalles, a las necesidades de sus hijos.
Cuando su templo se llena de peregrinos, el corazón de la Madre se enciende de ternura y su maternal protección hace que cada uno reciba la gracia que necesita para seguir caminando en la vida. Ella no hace discriminación, Ella es refugio de pecadores y como experimentada abogada, hará suyas sus causas e intercederá ante su Hijo les alcance su misericordia. Cuando sus hijos se espejan en su imagen, la Virgen corresponde y no deja de ayudarlos a tomar decisiones que iluminen sus días, y les cambia la vida entera. Las paredes de su bello santuario, en Luján, guardan el testimonio de llantos de dolor y muchas historias de conversión, de perdón y de dones recibidos; de promesas sinceras que millones podrían contar. Nadie sale igual después de la visita, porque la alegría que contagia la Llena de Gracias invita a que todos quieran imitan a aquel discípulo amado, que desde aquel momento, la recibió en su casa.
El encuentro con nuestra Madre de Luján, vestida con los colores de la Patria y abierta a recibir a todos, suscitan nobles sentimientos fraternos, lo que a los argentinos nos cuesta tanto mantener en los encuentros, como abrirnos al diálogo con quienes piensan diverso.
El papa Francisco nos enseña que para muchos cristianos este camino de fraternidad tiene una madre, llamada María. Ella recibió ante la cruz esta maternidad universal y está atenta, no sólo a Jesús, sino también al resto de sus descendientes. Ella con el poder del Resucitado, quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz.
Uniéndonos al sentimiento de la gran familia humana, le pedimos a nuestra Madre de Luján que interceda ante su Hijo, Jesús, para que nos libre del flagelo de la pandemia que padecemos, que devuelva la salud a los enfermos, consuele a los que han perdido a sus seres queridos y bendiga especialmente a todos los hombres y mujeres de la Salud que se han dedicado, hasta el cansancio extremo, al servicio de todos nosotros.
A ti Madre querida, te decimos, bajo tu amparo: “No nos desampares, Madre; atiende nuestras oraciones y danos tu bendición. Amén.